Review de la película "Parasite"

Daniel Schuchkin 22/11/2019

Mucha gente vive bajo tierra, sobre todo si cuentas los semisótanos. Pero también plagan las estaciones de metro y los campos. E incluso si viven sobre ella, apilados en sus bloques de pisos urbanos, quedan desposeídos del sol, confinados en un modesto patio de luces: un recordatorio de la eterna deuda que tienen que pagar por el hecho de no haber nacido en el lugar adecuado. Les arrebatamos el sol porque cedérselo implicaría vernos reflejados en ellos.

La de Ki-Taek es una de esas familias. Viven en el semisótano de una gran urbe coreana, apilando cajas de pizza para llegar a fin de mes. Su habitáculo de cemento está completamente sellado del exterior, a excepción de un tímido tragaluz que permite observar lo que se intuye que es la vida en el mundo real, aunque la presencia ubicua de borrachos que orinan o servicios de fumigación relegan el uso del portillo a secar calcetines cuando hace sol. El lugar más elevado de la estancia es el váter, un templo del excremento, en palabras del director y guionista Bong Joon Ho: el único lugar de la casa que coge señal de wifi.

Fotograma de Parasite

La de Park es otra familia de la misma urbe coreana. El padre es un importante empresario, la madre una excelente diplomática de la aristocracia y los hijos futuras élites. Su casa es una enorme maqueta hecha de mármol y parqué. El cemento queda limitado al sótano, una estancia similar en características y dimensiones a la casa de Ki-Taek, que en este caso sirve para almacenar zumos de ciruela. No tienen televisión en el salón, pero unos monumentales ventanales les permiten observar el jardín desde su sofá, una realidad simulada donde el sol es demasiado brillante y la lluvia, una bendición.

Entre las familias Park y Ki-Taek hay, por supuesto, una línea. Una línea que ambos saben que no deben cruzar, porque no hay sol para todos, porque hay gente que simplemente no pertenece a ciertos espacios. Parásitos empieza a mostrar sus cartas cuando la familia de Ki-Taek tiene la desfachatez de cruzar esa línea e infiltrarse en la sórdida mansión de los Park mediante una estrategia para ser contratados como empleados del hogar digna de una película de Soderbergh.

Bong Joon Ho encuentra en esta propuesta la sublimación de su estilo. En tensión constante entre el sentido del ritmo y tono de su obra coreana y el espectáculo y la iconoclastia de géneros de su cine estadounidense, la película consigue agarrarte en su primer minuto y no soltarte hasta el final gracias a su guion calculadísimo, su intensa banda sonora y sus actuaciones estelares. Parásitos es una comedia de enredos, pero también un thriller, un drama familiar y una de las sátiras más mordaces, dinámicas y entretenidas del capitalismo salvaje que nos ha brindado 2019. Y es que el director nos demuestra que no hace falta ser sutil para hacer cine comprometido, ni mucho menos. Basta con ser radical en el contenido y agarrarte a un concepto sólido en la forma.

Si la lucha de clases venía representada en su arriesgada pero irregular Snowpiercer en sentido horizontal, mostrando un tren distópico donde los pasajeros de los últimos vagones no tienen acceso físico a los vagones delanteros, Bong opta en esta ocasión por la propuesta vertical. El barrio de clase alta está situado sobre las colinas, y los siniestros fundamentos de su aparentemente perfecta vida están encerrados en su sótano, convirtiéndose las escaleras en un descenso a la profundidad de las entrañas de un sistema hecho por y para ellos. Una lujosa mansión se convierte así en un set ideal y conceptualmente poderosísimo en su sencillez (sorprendentemente, la casa se construyó de cero, optimizando los espacios a partir del guion y el blocking de la película).

El propio director describió esta como una película de escaleras, lo que queda evidenciado al final del segundo acto, cuando nuestros protagonistas se ven expulsados del espacio que no les correspondía bajo una lluvia torrencial. Conforme descienden escalinatas para llegar a su barrio, el agua va inundando la ciudad, arrastrando todo lo que encuentra a su paso. Los semisótanos quedan inundados, las familias resquebrajadas. En lo alto de las colinas, un niño juega a ser un indio en su tienda de campaña desplegada en el jardín. Le encanta cuando llueve, y los padres duermen tranquilos sabiendo que es imposible que la tienda se empape; al fin y al cabo es un encargo de EEUU.

La gente que viaja en metro tiene un olor especial, declara el padre de familia Park en un momento de la película. Es el olor de los semisótanos, de los metros, de los campos y de los patios de luces. Es la penitencia, el recordatorio físico de que hay ciertas líneas que no se pueden cruzar. O quizá sí. Quizá cuando los parásitos se ven reflejados en la luz del sol los ricos hagan una mueca de asco, y quizá ese sea el empujón necesario para rebasarla.

Y, sin embargo, no hay victoria posible. No queda sino volver a esconderse. Una sola persona cruzando la línea no es indicativo de nada cuando la institución está tan enclavada en nuestros contextos y nuestras conciencias. Nos han arrebatado el sol. Nos han encerrado en sótanos. Nos queda la vana esperanza de soñar con tener un plan y con poder, algún día, subir las escaleras. Qué metafórico.

Fotograma de Parasite